EN EL DÍA DEL ESCRITOR, BREVE SEMBLANZA DE JULIO AZZIMONTI

Nació en Zárate, pero hace décadas vive en Los Polvorines. Con su cuento Acerito ganó el Concurso Nacional Roberto J. Payró. Dirigió y editó revistas literarias y culturales.

En el Día del Escritor, una breve semblanza de Julio Azzimonti, uno de nuestros escritores locales. Nació en Zárate, pero hace décadas vive en Los Polvorines. Con su cuento Acerito ganó varios premios, entre ellos el Concurso Nacional Roberto J. Payró, en 1993. Dirigió y editó revistas literarias y culturales y coordinó varios encuentros de escritores en la región. Desde hace 25 años enseña en talleres talla y escultura en madera. Colaboró y publicó en importantes medios periodísticos.

«Actualmente me dedico a leer y a escribir. Estoy abocado a corregir poesías que escribí hace bastante tiempo y había dejado de lado… las estoy corrigiendo para una próxima edición que voy a hacer con mis poesías. También avanzo con una novela y en una reedición de Acerito. Y cuando me canso me dedicó a la talla de madera, que fue mi oficio de toda mi vida«, comentó hoy, en diálogo con Tiempo de Tortuguitas.

Para repasar su obra se puede visitar su blog http://azzimontiomeropoesia.blogspot.com/
A continuación, su cuento, «Color del otoño«.

COLOR DEL OTOÑO
“Cuando te veas a ti mismo
haciendo las cosas que tú haces
habrás alcanzado tu identidad.”
Gurdjieff

Salto de la cama y me visto con lo primero que encuentro. Voy a la habitación del abuelo. Hace rato que está despierto escuchando todos los informativos que pasan por la radio mientras toma todos los mates que le traen. Sentado en la cama mira hacia el patio por los grandes vidrios de la puerta. Lo saludo con un beso y me dirijo hacia la puerta a mirar el patio cubierto de hojas secas que caen de los parrales.
-Hoy comienza el otoño –dice-, un otoño menos.
-Un otoño más, abuelo -digo, sin mirarlo.
-Para vos un otoño más, para mí uno menos- dice sin dejar de mirar hacia el patio.
Lo miro para preguntarle qué quiere decir eso que dijo pero lo veo con los ojos cerrados como si pensara y no me animo.
Las hojas caen, las hojas crujen y las que están en el suelo se mueven todas hacia un rincón donde crujen juntas hasta que un gorrión cae sobre ellas y las revuelve. El viento revuelve las hojas y las plumas del gorrión.
Hago un recuadro sobre el vidrio empañado y lo limpio.
-En la plaza hay un viejo que pinta cuadros -digo.
-¡”San Valentín”! -dice. Se llama Valentín Cribelli, pero le dicen “San Valentín”. Muchas veces estuvimos conversando. Nunca se quiso jubilar.
-¿Por qué le dicen “San Valentín” -le pregunto y me acerco a la cama.
-Le pusimos “San Valentín” porque insiste que hay un Evangelio con ese nombre. Siempre habla de lo que dice ese Evangelio, lo sabe de memoria. Es una buena persona, pinta cuadros y es también fotógrafo. Cuenta que nunca fue a un médico y que se cura solo, pensando. Por magnetismo, dice. Se concentra y chau, se le van los achaques.
Miro al abuelo como pidiéndole que me explique mejor lo que está diciendo y parece que va a agregar algo pero suspira y cierra los ojos. Pasan unos instantes y abre los ojos.
-Es un asunto largo y difícil. Todavía no podés entenderlo.
Voy hacia la puerta donde está el recuadro que hice en el vidrio: el perro me mira a través de él, con las orejas alzadas y la lengua afuera de la boca. “San Valentín” pinta cuadros.
Abro y me voy corriendo hacia la plaza. El viejo está pintando sentado en la escalinata de piedra del monumento a Urquiza. Más arriba, bien alto, el Gral. Urquiza está sentado sobre un caballo de cabeza cuadrada y patas gruesas y cortas. Me siento al lado de “San Valentín”, pero un escalón arriba.

II

Tres mañanas seguidas que vengo a sentarme aquí, sobre esta escalinata, a observar cómo pinta “San Valentín”, mientras su pincel va desde la paleta recogiendo colores hasta el lugar en la tela blanca que elige para cubrir. La tela se va llenando lentamente. Mis ojos siguen atentos las piruetas del pincel. Pero no coloca sobre la tela los colores que se ven en el paisaje. Pone colores distintos a los que yo veo que tienen las cosas.
Tres mañanas seguidas, sin que yo hable, sin que él hable, mirándonos cada tanto, cuando gira su cabeza y comprueba que estoy allí. Me gustaría pintar así. Cada día me gusta más pintar. Tengo en mi bolsillo un dibujo que le hice a mi perro y quisiera mostrárselo. Pero no me habla aunque presiento que lo va a hacer en cualquier momento.
-¿De qué color es el otoño? -dice, por fin, sin mirarme.
Sorprendido y confuso no sé qué contestar. Busco nervioso algo para decirle y no encuentro qué. Y “San Valentín” sonríe moviendo la cabeza.
Tres mañana seguidas hace que vengo a sentarme aquí, sobre esta escalinata de piedra a observar cómo va llenando con colores que no entiendo porque no son los mismos que tienen las cosas. Pero hoy me habló; me preguntó de qué color es el otoño y no supe responder.
¿Cuál será el color del otoño?

III

A “San Valentín” le cuento muchas cosas que sueño, y otras que hablo con él luego las sueño. Pregunté acerca del color del otoño pero me dieron respuestas distintas. Nadie me respondió con claridad sobre el asunto. Perece que es algo difícil de decir.
Es cierto que descuidé bastante la escuela para ir a hablar con él y ver cómo pinta; cómo los colores se mezclan y aparecen otras distintos; sin embargo, éstos no son iguales a las cosas de la plaza y a las caras y las ropas de la gente. Ahora sueño todo en colores y cuando me despierto parece que todo lo que soñé fueran cuadros y algunos los dibujo y los pinto con una caja de acuarelas que me regalaron.
Cuando me llevan a pasear, voy fijándome los colores de todo para luego contarle a “San Valentín”. Entonces me viene la idea de que miento, porque nunca le digo la verdad de los colores que vi, siempre los cambio. No sé por qué, pero al final me olvido de los que vi y recuerdo muy bien los que cuento a cambio. Varias veces estuve por decirle esto que me ocurre, pero dudo ya de que no recuerdo los colores que eran en realidad y sólo aparecen en mi memoria los que me decido a contarle. Únicamente éstos recuerdo.
“Los colores que uno pinta, nunca son los de la realidad”, me dijo, y yo no pude contener un estremecimiento y una sensación de tranquilidad.
“Los verdaderos colores son los que queremos nosotros, los que sentimos que deben ser”, agregó.
Fue entonces que me animé a contarle que le había mentido acerca de ese asunto y me sonrió, como aprobando lo que había hacho. “Ya lo sabía”, dijo y allí empecé a creer que “San Valentín” me adivinaba el pensamiento.
“Traé mañana dos dibujos iguales. Uno pintando y el otro sin pintar pero me vas a mostrar sólo el que no está pintado, el otro guárdalo hasta que yo te lo pida”.
Estaba esperando con el caballete vacío, cuando llegué con el dibujo sin pintar en la mano. Lo ubicó sobre el caballete, y abriendo la caja de las acuarelas comenzó a pintar.
Cuando terminó me pidió el que yo había pintado y ante mi asombro sonrió. Los colores de los dos eran casi iguales.
“Te conozco, Evaristo, nos conocemos. Aunque hablamos poco nos conocemos bien. Mañana yo voy a hacer lo mismo y vos vas a pintar el que yo traiga sin pintar”.
Esa noche no dormí pensando cómo lo iba a hacer, pero desfilaron tantos colores por mi cabeza que agotado me quedé dormido sin resolver nada. Tampoco recuerdo haber soñado algo, ni siquiera con algunos colores, nada.
A la mañana siguiente corrí a la plaza y llegué casi sin aliento: en el caballete ya estaba el dibujo. A pesar de que todo mi cuerpo temblaba, tomé el pincel y la caja de acuarelas y como si ya supiera lo que tenía que hacer, pinté y pinté. Algo me impulsaba a elegir éste y no aquel color o tono. Por fin, excitado y jadeante terminé el trabajo pidiendo casi a gritos que diera su parecer.
Hizo un gesto como para calmarme y con lentitud sacó su dibujo pintado y lo ubicó al lado del que yo había hecho.
Casi me pongo a llorar de rabia: eran distintos, nada, ningún color se le parecía.
Dije que no servía para pintar, que nunca iba a poder y por fin brotaron las lágrimas y todo se nubló.
“Son iguales, son iguales”, dijo y no hice caso a lo que decía porque pensé que era para conformarme.
Esperó que me calmara un poco y luego tomó las dos láminas, las puso ante mi vista y lentamente fue alejándose.
Cuando se detuvo, las dos láminas tenían los mismos colores.
Eran iguales.

IV

Hoy salgo de casa con la bicicleta. Pedaleando fuerte voy hacia la plaza. “San Valentín” está pintando en el mismo lugar de siempre y allí me detengo frenando la bicicleta con el pie.
-La maestra le dijo a mi mamá que tengo que sacar la cédula de identidad -le digo al viejo que coloca pinceladas color carmín. Carmín dice la etiqueta del pomo que tiene en la mano.
-¿Cédula de identidad? -dice como si preguntara a alguien. Después sonríe.
-Vas a tener que sacarte fotos. Tienen que ser buenas fotos, bien contrastadas -dice y agrega:
-Yo te voy a sacar las fotos, Evaristo. Vas a ver qué bien van a salir. Mañana vení a casa, de paso vas a ver muchos cuadros míos y por supuesto la máquina para sacar fotos.
Hace rato que siento curiosidad por conocer la casa de “San Valentín”. Mil veces traté de imaginarme todas las cosas que debe tener. Tantas, que ya me olvidé de todo lo que pensé que habría en su casa.
Subo a la bicicleta y comienzo a dar vueltas alrededor de la plaza metiéndome entre los caminos que bordean los canteros, luego tomo por la vereda exterior y allí acelero hasta sentir bien fuerte el viento contra el pecho. Los plátanos pasan como sombras. Doy unas cuantas vueltas y enfilo otra vez hacia el monumento donde está “San Valentín” con su caballete y sus pinturas. Freno con el pie cruzado sobre la rueda delantera.
-Sabe que el médico que me cura dice que los plátanos son los que provocan más ataques de asma -le digo y agrego:
-Y las almohadas de plumas y los plumeros.
-Así que el médico dice eso. Pues bien, yo te aseguro que en este otoño no vas a tener ataques, Evaristo.
-¿Y cómo lo sabe? –pregunto inquieto y contento por esa idea.
Deja el pincel en el frasco, pasa su brazo sobre mi hombre y señala un plátano grande, el más grande de la plaza.
-Ellos no tienen la culpa de nada, y las gallinas, pobrecitas, ¿te parece que pueden querer perjudicarte?
Miro el plátano que ahora parece más grande, miro el suelo y creo ver a las gallinas corriendo al comedero a picar los granos de maíz que le arroja la abuela, y a papá subiendo a una silla y sacando el plumero que está arriba del ropero mientras el médico me mira fijo a través de sus grandes anteojos de marcos negros y cuadrados y le ordena a mamá que saque también las almohadas de plumas. Luego me coloca boca abajo y me aplica la inyección.
Subo otra vez a la bicicleta y pedaleo veloz alrededor de la plaza hasta que las piernas se acalambran y el pecho se agita. A pesar del cansancio sigo con rabia y elijo las hojas secas que hay sobre el camino y las voy pisando, sintiendo cómo crujen bajo las ruedas de la bicicleta. De pronto las hojas parecen los anteojos del médico (como cuando se le cayeron en la pieza) y ya cansado sigo pedaleando y pisando anteojos que estallan y desaparecen. Este otoño no voy a tener asma, lo dijo “San Valentín” y los plátanos y las plumas no tienen la culpa.

V

Es de día pero parece que estuviera anocheciendo. La tormenta oscurece todo. De los árboles siguen cayendo hojas, secas y arrugadas. Los gorriones están callados, ni se les ve, ni se les escucha.
La casa de “San Valentín” está cubierta de hierbas. Golpeo la puerta de entrada y en ese instante se me ocurre la idea de que él es mejor maestro que los de la escuela.
Por fin se abre la puerta apareciendo su figura iluminada desde atrás. Quedo un poco confuso porque su cabeza parece que resplandeciera. Luego entro.
Corre desde un rincón una gran mecedora y señala para que tome asiento en ella. El se ubica detrás de una mesa con mantel verde de paño lenci. Sobre ella hay una estatua que representa un hombre sentado.
-Es buda –dice- , ya lo vas a conocer, no hay apuro. Para mucha gente es como nuestro Jesucristo.
Detrás de “San Valentín”, sobre la pared, hay un cuadro muy grande con hombres que caminan con los ojos cerrados.
-Caminan dormidos -digo señalando el cuadro.
Se queda pensando y por fin dice:
-¿Nunca te llevaron por delante en la calle, Evaristo?
Me refiero a gente grande.
-Sí –digo-, cada tanto alguien me lleva por delante. Siempre tengo que apartarme yo, parece que no me vieran.
-Eso, eso es gente dormida. Y se molesta si alguien los despierta. Son capaces de insultar y hacerte responsable. Agreden a quienes los sacan de sus sueños.
-Pero no están dormidos como en la cama -digo.
-No como en la cama, pero es algo parecido. Duermen cuando tendrían que estar despiertos y atentos a lo que pesa alrededor. Son como máquinas que van de aquí para allá. Como automóviles manejados quién sabe por qué y por quién.
No entiendo casi nada de lo que dice, pero algo tiene de razón, porque a mí me han atropellado.
-Una vez le pregunte a un señor el nombre de una calle, me clavó la mirada y siguió de largo sin responderme –le cuento.
-¡ Ah está!, para esa gente vos sos un arbolito insignificante, algo que no vale la pena. No piensan que los árboles grandes antes fueron arbolitos. Por eso te digo que están dormidos. Créeme que es así.
Me levanto de la mecedora y empiezo a mirar los cuadros que están colgados en las paredes. Están todas llenas de cuadros. Atrae mi atención uno que parece una telaraña gigante. Con la yema de los dedos recorro las líneas que se entrecruzan y me acuerdo de algo.
-Hay un amigo mío, Victor se llama, que siempre dice que la gente se entrecruza como una telaraña. Hay que atarles un hilo y dejar que desovillen hasta que todos se queden enredados en ella. Solos se quedan enredados –digo y respiro hondo para recuperar aire.
-Así es, así es, Evaristo -dice y me empuja suavemente hacia otro lugar.
Hacia una habitación casi vacía. Allí está, sobre tres patas largas de madera, la máquina para sacar fotos: parece como si tuviera un ojo enorme que brilla azulado.
“San Valentín” saca de un cajón una sábana blanca y la cuelga del alambre que va de punta sobre una pared. La asegura con tres broches y la estira con las palmas de las manos hasta dejarla lisa. Luego me sienta en un banco de madera.
-Está preparada, lista para tomar las fotos -dice mirando a la máquina y moviendo sus manos sobre los controles que tiene ésta a los costados.
Se retira un poco hacia atrás y me mira como tomando distancia, enciende luces y luces que no vi que estaban arracimadas sobre la pared que está frente a mí, y dando pasos largos y rápidos se acerca y con suavidad tuerce mi cabeza un poco y levanta mi mentón. El resplandor hace que no vea nada.
-Mirá hacia ese cuadro que está allá sin moverte. Es un segundo nada más – dice y se ubica detrás de la máquina.
Comienzo a ver algo: en el cuadro la gente camina con los ojos cerrados, como dormida. Percibo un ruido metálico y las luces se apagan. Desvío un poco la vista y está la ventana abierta que da a la calle. Pasan personas por la vereda. Parecen dormidos, como los del cuadro. Ahora veo mejor: están dormidos, caminan y caminan dormidos aunque no se llevan por delante unos a otros, pero no se miran. Los árboles se corren para dejarlos pasar. Se desplazan casi hasta el cordón de la vereda para que no los atropellen; allí se quedan firmes sobre sus recuadros de tierra; allí ven pasar con infinita paciencia a los hombres dormidos. De lo alto, en colaboración con el viento, les arrojan hojas secas y crujientes tratando de que despierten.
“San Valentín”, yo, los árboles y el otoño estamos despiertos, por eso los vemos.

VI

Estoy frente a la ventana en la pieza del abuelo. Apoyo la nariz sobre el vidrio frío y aprieto. El perro me ve y alza las orejas.
-Tenés que ir a sacar la cédula, Evaristo. Ya hablé con el oficial Ratti; te espera. Son siete cuadras nomás- dice el abuelo.
Por el reflejo del vidrio que ya se empañó lo veo recostado en la cama. ¿Estará dormido? No, el abuelo no. Giró la cabeza: me está mirando. El abuelo no está dormido. Dirige toda la casa desde la cama. A veces se hace el dormido y escucha todo lo que dicen. “San Valentín” me dijo el abuelo no se cura porque no quiere.
-No te olvides de la partida de nacimiento-dice-, Por la tarde va a venir el médico y quiere revisarte. Por el otoño, sabés Evaristo. Dicen que hay un nuevo remedio para tratar el asma.
-Este otoño no voy a tener ataques- digo y me voy a buscar la partida de nacimiento.
En el camino hacia la comisaría me encuentro con dormidos que pasan muy cerca sin verme. Algunos cruzan las calles, otros hablan entre ellos. Detengo a uno y le pregunto por la comisaría. Hace un gesto indefinido con el brazo como hacen los dormidos y sigue su camino. Amontonados y apoyados unos contra otros pasan dentro de los colectivos.
En la puerta de la comisaría dormita un vigilante que al verme entrar bosteza y sonríe no sé por qué; y tampoco sé por qué la gente grande se ríe de los chicos. Pero siempre lo hacen. Será porque están dormidos y no saben lo que hacen.
Adentro están todos dormidos. Uno apoyado en el mostrador, otro sentado ante una máquina de escribir y otro entra y sale abriendo y cerrando las puertas.
-Vengo por la cédula de identidad- digo y pongo sobre el mostrador la partida de nacimiento, las fotos y el sobre con la carta para el oficial Ratti que escribiera el abuelo.
El del mostrador mira los papeles, saca las fotos del sobre y las observa alejándolas un poco y más y más, hasta tener el brazo estirado al máximo.
-Están bien estas fotos-dice-, pero vas a tener que esperar un poco. Sentáte quietito en aquel banco. Antes tenemos que hacer un reconocimiento por una denuncia a un viejo que dicen que es curandero.
En el banco dormita una señora que aprieta la cartera contra su pecho. Me siento al lado. Del bolsillo saco un caramelo, lo pelo y de un golpe me lo meto en la boca. La señora se sobresalta pero sigue dormitando con la vista fija en la puerta que está enfrente. “Comisario”, dice el cartel de bronce que está sobre esa puerta.
Al lado de mí hay otra puerta entreabierta. De allí llegan voces que apenas escucho. Alguien pregunta, otro responde.
Bosteza el vigilante que está apoyado en el mostrador y bostezan todos menos yo. De pronto se abre la puerta de donde llegaban las voces y aparece un señor alto con un uniforme impecable.

  • ¿Todavía no llegaron los demás?-pregunta con voz firme.
  • No, señor, todavía no-contesta el del mostrador.
  • Tráigame todas las acusaciones que tomó sobre la denuncia al curandero-dice y se va entrecerrando la puerta.
    Trato de escuchar mejor estirando el cuello hacia la puerta pero ahora no hablan. El vigilante del mostrador cruza la sala con una carpeta en las manos y entra. Unos instantes después, sale.
    -Ese es el oficial Ratti, pibe-dice al salir.
    Sobre la pared que está detrás del mostrador hay un crucifijo con un Cristo de bronce.
    De pronto me sobresalto. Por la puerta de entrada entran tres personas conversando entre sí. Tres hombres vestidos con trajes y corbatas.
    Totalmente dormidos van hacia el mostrador y hablan con el que está allí que parece que los estaba esperando. El de la máquina de escribir (que durmió todo este tiempo) se levanta y también se ubica detrás del mostrador. Hablan. Ahora el de la máquina cruza la sala y abre la puerta que está a mi lado. Sin soltar la manija e inclinando el cuerpo hacia adentro dice:
    -Señor, ya están todos los denunciantes.
    Dicho esto regresa rápido a su máquina.
    -¡Que pasen!- dice el oficial Ratti desde la puerta.
    -¡Entren, señores!-dice el del mostrador abriendo los brazos y acompañándolos hasta la puerta. A la mujer también.
    “Por fin”, parece decir con un gesto el de la máquina que saca un cigarrillo y lo enciende. Luego vuelve a dormitar. Después de un rato (justo el que tardo en comer otro caramelo), saca una planilla, la coloca en la máquina, pone mi partida de nacimiento a un lado y empieza a escribir. Cada tanto se miran ente ellos. Por fin el del mostrador habla.
    -Seguro que va a quedar detenido-dice.
    -No lo podemos poner con los otros-dice el de la máquina.
    -Hay que juntar a los borrachos y al ratero-dice el del mostrador. Vuelve.
    -Ya está todo arreglado-dice y vuelve a ubicarse junto al mostrador.
    El de la máquina se levanta. Alza un brazo, hace un gesto como de director de orquesta, aprieta desde su posición de pie una tecla de la máquina y luego saca la hoja de papel de un solo tirón.
    -Listo, pibe, ahora vení a firmar-dice.
    Firmo despacio con la mejor letra que puedo. Extiende un brazo, trae una almohadilla y coloca un sello al final de la hoja.
    -Ahora, pibe, hay que tomar las impresiones digitales-dice.
    Trae una tablita negra, le pasa tinta con un rodillo y dedo a dedo va entintándolos para luego presionarlos sobre una tarjeta. Las impresiones aparecen negras sobre la cartulina con formas circulares que terminan en un punto central como si fuera un ojo. El ojo del dedo.
    -Ahora a lavarse bien con cepillo y jabón-dice y señala una pileta que está pasando la puerta por la que entró el vigilante del mostrador para hacer el cambio de calabozos y pasar al loco con los borrachos.
    Entro. Hay poca luz pero algo se ve. Es un largo corredor con varias puertas a un solo lado. Puertas cerradas y con una ventanita enrejada en lo alto. Empiezo a lavarme los dedos restregando con el cepillo duro. Abro la canilla y el chorro de agua sale fuerte haciendo ruido al golpear contar el fondo de la pileta. Giro la cabeza y miro hacia ese pasillo casi oscuro y me estremezco. Trato de apurarme en limpiar mis manos. La tinta no sale, se desparrama. Esos deben ser los calabozos donde tienen a los presos. Mientras me lavo no puedo evitar mirar hacia el pasillo. La primera celda está a unos dos metros de donde estoy; la segunda algo más allá. Cuando, entrecerrando los ojos, trato de observar la ventanita con rejas que tiene la puerta, siento que mi cuerpo se sacude y detengo la respiración: un par de ojos me están mirando.
    Reconozco a esos dos ojos en el acto. Todo mi cuerpo tiembla y se sacude. Casi paralizado por e miedo no puedo evitar caminar hacia esa puerta. De mis manos sucias de tinta negra chorrea el agua fría hasta mojar mis pies. Me acerco lentamente y detrás de ese rostro aparece una luz cada vez más intensa a medida que avanzo.
    Como si fuera un sol que deslumbra.
    Conozco ese rostro apareciendo de esa forma.
    -¡San Valentín!-digo temblando y casi sin poder hablar.
    -No te asustes, Evaristo, hicieron una denuncia y me detuvieron. Todo se va a arreglar.
    No puedo hablar, no me salen palabras aunque me esfuerzo. Muevo las manos mojadas para señalar no se que cosa.
    -Esto es feo, muy feo. Andáte. No les va a gustar si te ven aquí-dice, para luego agregar con suavidad:
    -Andá a tu casa tranquilo, todo se va a arreglar, es un error.
    No sé qué pensar, qué decir, qué hacer. Pero hay algo que me impulsa a hacerle caso. Doy media vuelta, corro hacia la puerta y salgo. Las manos oscuras de tinta todavía gotean agua.
    Al pasar por la sala tropiezo con el oficial Ratti que me sonríe.
    -Saludos a tu abuelo. Te vamos a avisar cuando esté la cedula, pibe-dice y me acompaña hasta la puerta.
    Salto el escalón de entrada y el vigilante que está en la puerta no se mueve: sigue dormido.
    Voy hacia la plaza caminando despacio. Llego a la escalinata del monumento y me siento: está fría, nunca me había dado cuenta de lo fríos que están estos escalones. Miro la plaza y se me aparecen los cuadros de “San Valentín”. Uno a uno los voy recorriendo, saltando sobre los colores.
    “No te duermas, Evaristo”, dijo. “Nunca te duermas porque después no vas a poder despertarte más”. Recuerdo estas palabras. Las dijo el día en que me despedía en la puerta de su casa.
    Sigo saltando de color en color, de lugar a lugar. Me veo con el pincel y las acuarelas poniendo este color y no aquél hasta que despierto con los ojos llenos de colores míos.
    “De qué color es el otoño”, pregunta “San Valentín”, sin mirarme y con la cabeza resplandeciente.
    De estos colores, de los que yo veo, de mis colores. Me levanto, bajo la escalinata y me voy hacia mi casa caminando despacio.